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Antonio Carlos Jobim (Río de Janeiro, 1927–1994) cambió la arquitectura por la música, pero nunca dejó de pensar en planos: armonías que abren espacio, melodías que dejan pasar el aire. En su mesa convivían Villa-Lobos con Debussy y Ravel; el swing de Ellington y Gershwin con la respiración del samba. El resultado fue más que un género: una forma de escuchar.
En 1958, junto a João Gilberto y Vinícius de Moraes, cristaliza Chega de Saudade: guitarras que susurran, voz cercana, silencios con sentido. Después llegan “Desafinado”, “Corcovado”, “Samba de Uma Nota Só”, y la brisa global de “The Girl from Ipanema”. Con el tiempo, Jobim profundiza su mundo orquestal (Matita Perê) y naturalista (Passarim): música como paisaje.
Todo en su obra parece sencillo, pero debajo hay arquitectura: acordes mayor 6/9, cromatismos que flotan, tensiones que se resuelven apenas, como olas en Arpoador. Sofisticación sin aspavientos. Melancolía luminosa.
“La música es el silencio que habita entre las notas”. En Jobim, esos silencios son aire carioca.
Cruzamos la vereda ondulada de Burle Marx con la palabra Desafinado. El bloque “JO / BIM” funciona como llamada–respuesta (voz/guitarra). Azules de mar tardío; dorado de luz oblicua. Gráfica como paisaje sonoro.
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Tom íntimo, sinfónico, jazzístico, brasileño.
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La melancolía solar de la bossa: de Copacabana a Águas de Março.
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Curaduría y diseño: Métrica. Serigrafía artesanal en Mar del Plata.